(San) José, un carpintero trabajador y honesto aunque agrio y de extraño pasado, es acusado del asesinato del rico Epulón, pero todo hace indicar que no es más que el chivo expiatorio para encubrir al verdadero asesino. Su “hijo”, (el niño) Jesús, contrata los servicios de Pomponio Flato, un filósofo con serios problemas intestinales, para investigar el caso y demostrar la inocencia de su “padre”, evitando así que sea crucificado.
Cualquiera diría que esto es el inicio de un chiste (contado con poca gracia, eso sí); pero no: es el argumento del libro de Eduardo Mendoza publicado en 2008 (que éste sí, tiene bastante gracia). Todo empieza cuando el mencionado Pomponio, quien roba el histórico protagonismo a los personajes bíblicos, nos narra en primera persona sus avatares en la búsqueda infructuosa de unas aguas mágicas que otorgan sapiencia absoluta a quien las beba. Así que, entre charcos y manantiales de aguas insalubres, el bueno de Pomponio ha contraído unas desagradables diarreas que le ponen en más de un aprieto (en todos los sentidos de la palabra). Como consecuencia de esa búsqueda y sus nefandas consecuencias, el romano llega a Nazaret, donde se encontrará con el caso de homicidio del rico Epulón y un grupo de personajes relacionados con el mismo, a cual más pintoresco.
El señor Mendoza escribe muy bien. Es uno de esos escritores que lleva la alta prosa en la sangre, de forma que uno puede llegar a pensar que hasta la lista de la compra sería vehículo para su lucimiento personal. Tiene un estilo envidiable, y un amplio y demostrado conocimiento del lenguaje. Por esto, los argumentos de algunas de sus historias no requieren grandes recovecos ni fruslerías. Sabe cuándo puede jugar con las palabras, llevándolas a extremos en que limita con lo políticamente incorrecto, y produciendo anacronismos deliberados, con la clara intención de primar el chiste. Cualquiera en su lugar habría convertido las andanzas del diarréico Pomponio en un tocho de trescientas páginas, pero Eduardo Mendoza sabe que no es necesario; más aún: que puede ser contraproducente. Porque una cosa es saber escribir bien, y otra muy distinta darle a cada historia lo que ésta requiere. Lo primero ya lo consiguen pocos, pero lo segundo es totalmente una rara avis. No es esta la primera novela del autor catalán (ni será la última) en que somete la actitud narcisista de multiplicarse en páginas a una historia sencilla y, en apariencia, menor. Porque bien pudiera pensarse que Mendoza es un escritor llamado para otro tipo de novelas, que algunos llamarán de mayor calado, de tramas más complejas y adultas, alejadas de la sorna histórica, la comicidad y la ironía (como si estos fueran asuntos prescindibles y al alcance de todos). A todas vistas esto sería injusto, pues comprendería desprestigiar un género, el de la comedia, que ha reunido en torno a sí a lo mejor de lo mejor (desde El Quijote mismo, pasando por La Conjura de los Necios, sin perder de vista ilustres compatriotas como Jardiel Poncela y, por qué no, hasta los actuales Christopher Moore y Rodrigo Muñoz Avia).
En realidad, lo que menos importa es la trama detectivesca. Todo es una excusa para montar escenas y episodios cómicos, y dar rienda suelta a la hilarante elocuencia de personajes como Filipo, la bella Berenice, la meretriz Zara o el propio Pomponio. De hecho, la caracterización del niño Jesús contribuye al aire desenfadado y casi folletinesco: listo, impertinente, hiperactivo… algo que quizás irrite a los exégetas más acérrimos y escrupulosos.
Hay constantes guiños a la tradición y a los hechos relatados en las Escrituras. Precisamente aquellos “años perdidos” de Jesús, que coincidieron con su infancia, son la excusa perfecta para situar la narración e indagar en episodios sacados de la imaginación del autor, y que anticipan algunos de los hechos futuros conocidos de la vida del Jesús adulto. Así, la piedad y condescendencia de Jesús para con las prostitutas (de hecho conocerá a una jovencísima María Magdalena), con los mendigos y leprosos (uno de ellos, Lázaro, parece darle aquella famosa receta de “los últimos serán los primeros”) y demás rechazados de la sociedad encuentran aquí su antesala.
Hay pasajes verdaderamente hilarantes en que uno no podrá evitar soltar la carcajada sólo ante el libro. Así, no tienen desperdicio el inicio, en que se describe las peligrosas compañías de que se hace valer Pomponio para atravesar el desierto (para mi gusto, la novela empieza mejor que termina), o el encuentro del protagonista con Filipo en los baños, o las ocasiones en que Flato se hace valer de Quadrato, el legionario romano fiel cumplidor de sus obligaciones. Personalmente, me quedo con la ocasión en que Pomponio, exhausto por las carreras a que le obligará la investigación, le dice a Jesús: “cuando seas mayor, ya verás tú lo que es ir por un camino empinado sin que te den respiro”, en clara alusión involuntaria a la futura ascensión al Gólgota. Escenas y episodios que fácilmente podría uno convertir en chiste.
En definitiva, se trata de una novela ligera, de amena lectura, que parece un cruce entre La vida de Brian y el padre Brown de Chesterton. No es mala cosa.
Noviembre, 2008.
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