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Posts Tagged ‘Anti-pedagogía’

El chico de la última fila

Algunos recortes de esta obra de teatro:

-¿Tú también te sentabas en la última fila?

-Es el mejor sitio. Nadie te ve, pero tú los ves a todos.

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Juana – Ese chico necesita un psiquiatra. Puede ser peligroso. Es capaz de hacerles algo. Deberías cortar esto antes de que pase algo realmente malo.

Germán – Es un chico cabreado, solo eso. Un chico enfadado con el mundo. Y no es para menos. Mejor que saque su rabia así y no quemando coches. A mí me dan más miedo los otros. Esos sí que son peligrosos. Esos no respetan nada: ni la ortografía, ni la sintaxis, ni el sentido común. Aparte de Claudio, las que menos faltas tienen son dos chinitas que llevan seis meses en España. La última vez que los llevé al teatro me humillaron durante toda la representación. Y no se te ocurra criticarles, que se te echará encima la brigada de pedagogos.

Juana – Hablas de ellos como si fuesen una masa homogénea. Deberías acercarte a ellos sin prejuicios, sin condenarlos a priori.

Germán – ¿A los pedagogos?

Juana – A tus alumnos.

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Juana – Cero. Tres. Cero. Hombre, ¡un cinco! Dos. Cero… ¿Tan malos son?

Germán – Peores. El peor curso de mi vida.

J – Eso ya lo dijiste el curso pasado. Y el anterior.

G (lee) – “El sábado estuve viendo la tele. El domingo estaba cansado y no hice nada”. Punto final. Les di media hora. Dos frases. Cuarenta y ocho horas en la vida de un tío de diecisiete años. El sábado, tele; el domingo, nada. (Pone un cero en el folio y se lo da a Juana; coge otro) No les he pedido que compongan una oda en endecasílabos. Les he pedido que me cuenten su fin de semana. Para ver si saben juntar dos frases. Y no, no saben. (lee) “Los domingos no me gustan. Los sábados sí me gustan pero este sábado mi padre no me dejó salir y me quitó el móvil”. (Pone en el folio un gran cero y lo deja en el montón de la derecha). Intenté explicarles la noción de punto de vista. Pero hablar a éstos de punto de vista es como hablar a un chimpancé de mecánica cuántica. Les leo el comienzo de Moby Dick, se supone que todos saben de qué hablo, que han visto la película. Les explico que la historia la cuenta un marinero. Pregunto: “¿Y si la hubiera contado otro personaje, por ejemplo el capitán Ahab?” Me miran asustados, como si les hubiera planteado el enigma de la esfinge. “Bueno, me vais a hacer una redacción contándome lo que habéis hecho este fin de semana. Tenéis media hora”. Y me entregan esto. ¿Qué fatalidad me condujo a este trabajo? ¿Hay algo más triste que enseñar literatura en bachillerato? Elegí esta profesión pensando que viviría en contacto con los grandes libros. Solo estoy en contacto con el horror. Y lo peor no es enfrentarse, día a día, con la ignorancia más atroz. Lo peor es imaginar el día de mañana. Esos chicos son el futuro. ¿Quién puede conocerlos y no hundirse en la desesperación? Los catastrofistas pronostican la invasión de los bárbaros y yo digo: ya están aquí; los bárbaros ya están aquí, en nuestras aulas.

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En nuestras escuelas, por regla general, se ríe demasiado poco. La idea de que la educación de la mente ha de ser algo tétrico, es una de las cosas más difíciles de combatir. Giacomo Leopardi ya conocía este problema, cuando escribía en su Zibaldone el 1 de agosto de 1823:

La edad más bella y afortunada del hombre es la infancia, pero está atormentada de mil formas distintas, con mil angustias, temores y fatigas debidos a la educación y a la instrucción, hasta el extremo de que el hombre adulto, incluso en medio de la infelicidad… no aceptaría volver a ser niño y sufrir lo mismo que ha sufrido durante la infancia.

(Gramática de la fantasía, Gianni Rodari).

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El autor que mejor ha representado la vivencia de la familia espectacular y sus interferencias mediáticas es Mark Leyner. En su relato Oh, Brother, escrito a principios de los años 90, Leyner emplea el formato del falso artículo periodístico para describir una crónica de sucesos apocalíptica cuyo objeto son los padres perfectos del consumismo: una pareja que ofrece a sus dos hijos, en edad escolar, todos y cada uno de los objetos y caprichos que el mercado pone a su disposición, consintiéndoles sin freno y dejando a su disposición las mismísimas armas de alta tecnología con que sus vástagos cometerán el parricidio. El momento cumbre del relato es el descubrimiento  que los niños monstruos hacen de que sus padres «no son normales», de que no se comportan como cualquier otro padre que regaña y prohíbe, lo cual despierta su desconfianza y, posteriormente, su convicción de que los padres «traman algo malo contra ellos» -pues de lo contrario no se comportarían de manera tan anómala-, y de que deben golpear primero. La propuesta de Leyner se basa en la absoluta verosimilitud periodística de las primeras páginas, que sólo llega a romperse, calculadamente, con la descripción de las armas automáticas, a la que siguen el asalto parricida, descrito como una perfecta escena de acción, y la frase final de la madre agonizante, que responde al último capricho de sus hijos -comprar más balas- diciendo que «cojan el monedero del bolso y tomen lo que les haga falta». En este caso, la temática del terror social y el enfrentamiento compulsivo aparece explicada in extenso en las palabras del abogado defensor Levine. El letrado, que conseguirá la absolución de los acusados, y más tarde defenderá a otra niña que se enfrenta a los mismos cargos, describe el comportamiento de todos ellos como «eminentemente defensivo», característico de una época en que la dinámica de enfrentamiento y suspicacia propia de la Guerra Fría se ha trasladado a las relaciones interpersonales, de tal manera que la defensa preventiva ante la sospecha de un posible ataque no es sino una forma de sentido común social: «Nos enfrentamos aquí con imágenes del miedo que se reflejan infinitamente entre sí: cajas chinas de paranoia metidas en cajas de más paranoia».

(Afterpop: la literatura de la implosión mediática, Eloy Fernández Porta)

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Muchachos, estáis pasando por una edad en la que vuestros cuerpos sufren importantes cambios. Y aparte de los beneficios del aumento de masa muscular y la consolidación de un registro de voz más autoritario, estos cambios también pueden producir ciertos deseos… negativos. Normalmente los superábamos con duchas frías y palizas regulares bien programadas. Pero por desgracia los tiempos han cambiado y me veo forzado a recurrir a una opción menos efectiva: la educación.

(Comandante Spangler, de la Academia Militar, en la clase de prevención de enfermedades sexuales).

Malcolm in the middle, capítulo 4 de la primera temporada.

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Entre quienes me conocen, me habrán escuchado decir que la docencia es, a mi juicio, lo más parecido a una representación teatral. Y como tantas otras veces, gracias a la literatura, he tenido la suerte de encontrar un fragmento que me explica. Y en contra de lo que otros harían, no voy a marear las palabras para evitar el plagio y apuntarme así tantos que pertenecen a otros. En lugar de eso, me permito citar la fuente y dar las gracias (que ya se sabe: es de bien nacidos). Una vez más, se trata de un texto extraido de la reciente obra de Orejudo, Un momento de descanso, que tan buenos momentos me está proporcionando:

Como buen profesor, era un actor excelente y dominaba como nadie el arte de los silencios. Nuestro maestro, Augusto Desmoines, nos había enseñado que las clases tenían un componente teatral del 80 por ciento. Una clase magistral no debía basarse tanto en la transmisión de información o conocimiento cuanto en el deslumbramiento del público. Para aprender ya estaban los libros. Una buena clase debía ser ante todo un buen espectáculo. Cifuentes llevaba esa máxima hasta el extremo. Él no planteaba sus cursos pensando en el aprovechamiento del alumno, sino en su admiración. En la admiración del alumno por él. Así que el esquema de sus intervenciones no rspondía a paradigmas inductivos o deductivos, sino a paradigmas de tensión dramática: planteamiento, nudo y desenlace. No es que los alumnos perdieran el tiempo con él, seguro que aprendían, pero eso no era nunca su prioridad.

Empezaba con un enigma de difícil solución, una pregunta que sus estudiantes no pudieran contestar en modo alguno. Por ejemplo: ¿cuál es la relación del endecasílabo con la aparición del capitalismo? Entonces los alumnos bajaban la cabeza temerosos de que los interpelara directamente. Algunos ni siquiera sabían qué era un endecasílabo. Otros no sabían qué era el capitalismo. Los dejaba temblar un rato como conejos asustados y a continuación explicaba el enigma, lo desvelaba poco a poco, como si en vez de estar dando una clase estuviera haciendo un striptease. Y comprobaba con satisfacción cómo se iluminaban las caras.

El primer día les pedía a los alumnos que se presentaran, que expresaran sus expectativas y las razones por las que se habían matriculado en un curso de Spanish. A los estudiantes les encanta ser escuchados, les gusta creer que son importantes y que también participan en el diseño de la asignatura. era conmovedor comprobar cómo entraban al trapo, cómo necesitaban desesperadamente creer que entre ellos, entre el profesor y el alumno, había algo más que una mera relación de poder y dominación. El fundamentalismo democrático ha hecho estragos en la universidad. Pero él ya no estaba para discutir la presentación de los platos. ¿Querían creer que profesores y estudiantes se encontraban al mismo nivel? Adelante, que lo creyesen. Él no tenía ningún inconveniente en simular una relación entre iguales. Todo lo contrario: le venía muy bien. Simulando ser uno más, multiplicaba su deslumbramiento. Había interiorizado tanto las bases dramáticas de su profesión, que el dispositivo de simulación saltaba automáticamente al entrar en contacto con los estudiantes. Para Cifuentes la simulación, el fingimiento y la actuación no eran comportamientos impostados, sino reacciones que brotaban de manera natural.

Algunas veces sentía una nostalgia digamos pastoril, utópica. Echaba en falta, como si alguna vez lo hubiera experimentado, una relación menos teatral con los alumnos. Pero eso ya era imposible. En su caso, la naturalidad era el resultado de un artificio. Unas veces encarnaba al genio despistado, al profesor con tantas cosas en la cabeza que no sabe siquiera la hora que es. Gustaba mucho este papel. Hacía también de persona normal, y hablaba con ellos de cosas corrientes, sobre sus vidas, sus estudios y sus intereses.

A lo mejor, para algunos, ponerse del lado de lo descrito por Orejudo en este pasaje es sinónimo de defender una postura estética de la enseñanza. La educación como espectáculo. Sin embargo creo que, aun así, la institución cubre una de sus funciones principales: hacer atractivo el mundo de la cultura, sembrando semillas de interés que tal vez germinarán una vez que el educando esté apartado de las obligaciones estudiantiles. Quizás sea esta la forma más inteligente y rápida de evitar sujetos resistentes y rebeldes ante todo intento de ser enseñados.

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He aquí el aforismo 267 de El caminante y su sombra, del filósofo alemán Friedrich Nietzsche:

No hay educadores.- El pensador no debería hablar más que de educación de sí mismo. La educación de la juventud dirigida por los maestros es, o una experiencia hecha sobre una materia desconocida e incognoscible, o una nivelación por principios, para hacer al nuevo ser, cualquiera que éste sea, conforme a los hábitos y a los usos reinantes: en ambos casos, es algo indigno del pensador, que indigna al ser pensado, es la obra de los padres y de los pedagogos a quienes uno de los más honrados pensadores ha llamado «nuestros enemigos naturales». Cuando, después de mucho tiempo, hemos sido educados en las opiniones del mundo, un día acabamos por «descubrirnos a nosotros mismos»; entonces empieza la tarea del pensador; entonces es tiempo de pedirle ayuda, no como educador, sino como quien se ha educado a sí mismo y tiene experiencia.

(Nietzsche, El caminante y su sombra).

Nietzsche, haciendo gala de su tan a menudo señalado elitismo, indica que el pensador (tratado aquí con entidad, como categoría o modo de ser y estar) no debe rebajarse a hablar de educación porque, hablando claro, lo que debe importarle es SU educación. Siempre andamos dándole vueltas a la enseñanza, a cómo debe regularse, a cómo son los educandos, a cómo se les debe hacer llegar aquellas materias que tan fundamentales nos parecen que no nos basta con conocerlas nosotros, sino que además nos esforzamos en transmitir. Pero, ¿estamos prestando atención a nuestra propia formación? ¿Puede alguien pensar que, como docente, está ya al margen de toda preparación que no sea una exigencia administrativa? Parece decir el filósofo que la capacidad para enseñar llega sola, como consecuencia de un modo de vida: una vida de examen (en el sentido socrático), una vida de inquietudes no resueltas, de constante alimento de la duda, de constante búsqueda de certezas.

El texto de Nietzsche es un golpe bajo a nuestras ansias de enseñar, de ejercer de maestros; es un aldabonazo a nuestro narcisismo: explicar lo que otros no saben nos sitúa a una altura que nos da para vivir y dormir tranquilos. La maestría y la docencia son siempre empresas interesadas.

Además, el alemán hace hincapié en que:

1. La enseñanza es una tarea cuasi mágica, de difícil explicación, y que nada tiene de científica, pues lo que en unos sirve y sobra, en otros no da ni para crear una incierta semilla de curiosidad («es una experiencia hecha sobre una materia desconocida e incognoscible»).

2. La intención de la educación, por mucho que se diga lo contrario, es homogeneizar a la sociedad; porque ya la sola estructuración de lo que se debe estudiar o no (que equivale a lo que hay que saber y lo que es secundario o innecesario) es una coartación radical a la libertad de aprendizaje. Los planes de estudio dicen qué, cómo y cuándo se debe aprender, y esto parece contradictorio con un espíritu libre que aspire a pensar por sí mismo, y que quiera apartarse de los usos y costumbres establecidos.

Por todo ello, dice el alemán que dedicarse a hablar sobre la educación es impropio del pensador, del filósofo; mejor, vendrá a decir, dejémoslo para los padres y los pedagogos, que no tienen nada mejor que hacer. El hecho de que los llame «nuestros enemigos naturales» es bastante sintomático: frente al pensador, que busca razones y argumentos, se encuentran padres y pedagogos, que utilizan el principio autoritario o paternalista, mediante el cual dicen lo que hay que hacer y pensar, aun cuando sus actuaciones y experiencias no sean fieles a los principios mismos que pregonan.

Al menos hay un huequecito para la esperanza: aunque parece inevitable que durante muchos años (infancia, pubertad, adolescencia, incluso buena parte de la madurez) hayamos sido pensados por los demás, llega un momento en que «acabamos por descubrirnos a nosotros mismos». En unos sucede antes; en otros, inevitablemente, más tarde. Es ese el momento en que ya no estamos en edad de merecer, en que ya nos importa poco el qué dirán; en que nos hemos cansado de estar sometidos al imperio de la imagen, de la corrección política, del protocolo. Es entonces el momento en que se nos hace palpable lo verdaderamente importante; en que nos convertimos en vivientes con derecho a aconsejar, a ayudar a pensar (sin adoctrinar). Este es el maestro natural, en oposición al maestro institucional, que solo en ocasiones coinciden en la misma persona.

El que ha ido a la tradición y ha vuelto para crear su propio sitio; el que abjura de los cánones impuestos y se rige por la ciencia sinérgica de su razón y su intuición; y el que conoce los riesgos y méritos de los lugares comunes es quien únicamente adquiere el derecho de llamarse «educador».

(Es un buen momento para invitarles, a mis improbables lectores, a que lean o repasen el enlace «Principios», en la columna de la derecha de este blog).

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Carlos García Gual, en su artículo Rentabilidad y educación (Babelia, 2 de julio de 2011), reseña el ensayo de Martha Nussbaum titulado Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades.

No puedo estar más de acuerdo con su denuncia de la radical búsqueda de la practicidad no ya solo de la sociedad, sino lo que es más grave aún, por parte de la propia institución educativa. El mensaje que las administraciones lanzan con sus propuestas pedagógicas es que lo importante, lo que de verdad merece la pena en la vida más allá de las aulas (y por tanto hay que preparar a los educandos en ello) es la eficiencia, la productividad, el éxito laboral, la rápida inserción en el mercado; y para esto, obviamente, parece más necesaria la formación científica, pragmática y positivista, cuyos beneficios y réditos a corto y medio plazo son más evidentes, en lugar de las letras o humanidades, cuya digestión es lenta, y requiere de un tiempo y una paciencia que no riman con esta época (permítanme remitirles a mi artículo La filosofía: qué, por qué y para qué, que podrán encontrar en el enlace Entender la actualidad. Allí se habla, entre otras cosas, de la esencial inutilidad de la filosofía -humanidades en general- y su, por ello mismo, absoluta pertinencia).

Les dejo citando un extracto literal del mencionado artículo de García Gual:

Es triste limitar la educación a las destrezas profesionales; la educación es mucho más que prepararse para el éxito económico. (Y más cuando ni siquiera garantiza éste). Las enseñanzas de arte y de las humanidades (en el sentido más amplio del término) ayudan a entender y valorar no sólo el contexto inmediato, sino que abren horizontes y brindan libertad y crítica frente al opresivo entorno económico y las presiones mediáticas.

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Como no conozco otro ejercicio mejor de honestidad intelectual, pretendo ahora poner en entredicho mis propias palabras, alimentando la postura contraria a la que vengo de defender en la entrada inmediatamente precedente de este blog. Se trata de un recorte de la última (y recomendable) novela de Antonio Orejudo, Un momento de descanso (Tusquets, 2011).

[…] Le pidió a Lib que elaborara una lista de cosas que él hacía bien.

[…]

-Eres un buen pemanista. Un buen profesor de universidad. Tienes buenas ideas y las expresas con brillantez. Tus trabajos son leídos por muchas personas y tus artículos son respetados.

-¿De qué me serviría todo eso si hubiera una catástrofe natural? ¿Podría salvarme o salvaros con mis artículos sobre José María Pemán? No sé hacer fuego, no sé desplumar un ave, despellejar un conejo o afilar un cuchillo. No sé cómo se combate el frío, no sé cuáles son los antídotos para las picaduras habituales, ni conozco remedios caseros contra las quemaduras. Si nos perdiéramos en la nieve, no sabría si lo mejor es moverse para no morir congelado o hacer un hoyo para meterse dentro. Los autores no se ponen de acuerdo, Lib. ¿Hay que beberse o no hay que beberse la propia orina cuando uno se pierde en el desierto?

[…]

-Duérmete tranquilo. No vamos a perdernos en la nieve ni en el desierto.

Si lo importante es sobrevivir (la vida como continuidad física y biológica), los únicos conocimientos plausibles son agrícolas, alimenticios y de boy-scouts. Fabricación de útiles, arte culinario, remedios farmacológicos, primeros y últimos auxilios… Vamos, que ya estamos tardando en estudiarnos los programas de El último superviviente. La pregunta es: ¿qué hacemos mientras no estemos perdidos en la nieve, en la selva y en el desierto? Quizás, para algunos, vivir como si estuviéramos en la nieve, en la selva y en el desierto.

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